Los conservadores (definidos acá no en un sentido partidista sino como la tendencia que se resiste al cambio) siempre tendrán la razón. Todas las reformas, inclusive las acertadas, crean problemas nuevos. Los problemas nuevos son notorios. Los viejos, los conocidos, hacen parte del paisaje familiar y cuando desaparecen no los echamos de menos.
Cuando lleguen los problemas nuevos, el conservador nos dirá: "¡se los dije!".
Pero son preferibles, muchas veces, los problemas nuevos. Para dar dos ejemplos colombianos, uno criticado por la izquierda y otro por la derecha. ¿Preferible buscar cómo lograr que la economía pueda ser competitiva internacionalmente, o permanecer en una sociedad cerrada y limitada en su alcance por los límites de sus fronteras? ¿Preferible descifrar cómo implementar un acuerdo de paz y dar una transición legítima hacia el abandono de las armas en la política, o continuar con una guerrilla de medio siglo con el daño que provocan tanto ella misma como la guerra en su contra?
Para mí las respuestas son obvias, pero al conservador no le hace mella el status quo. En el peor de los casos, el problema viejo le gusta; en el mejor, es una molestia menor.
Imposible no pensar en algunos padres en exceso conservadores que ante cualquier riesgo que pueda tomar su hijo aconsejan en su contra por los posibles tropiezos. Cuando los tropiezos lleguen, que llegarán, podrán regocijarse en tener la razón. Pero no necesariamente habrán hecho lo correcto. Ojalá no me vuelva un padre así, y ojalá sepa no sobrepasar la delgada línea que divide prudencia de conservadurismo.